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EDITORIAL

Indignados en la calle

Miles de ciudadanos cuestionan las actuales respuestas políticas a la crisis económica

17 MAY 2011 - 13:51 CET

El pasado domingo, las principales ciudades españolas fueron escenario de manifestaciones convocadas en la estela del panfleto publicado por el francés Stéphane Hessel, ¡Indignaos! Tan solo la concentración de Madrid, que reunió a 20.000 personas según la Policía Municipal, acabó en violentos disturbios protagonizados por una minoría. Los propios organizadores de la marcha los condenaron, desligando el propósito de su iniciativa, enteramente pacífica, del inaceptable comportamiento de algunos grupos radicales. En el resto de España, no se registraron incidentes.

Convocadas en el ecuador de una campaña electoral incapaz de calar en la opinión, las manifestaciones son reflejo de la existencia de un espacio ciudadano cuyas demandas no alcanzan a canalizar los partidos políticos. Puesto que los promotores de las marchas desean mantenerlas como una forma de protesta ciudadana, sin solicitar el voto para ninguna opción ni crear una nueva, no es posible calibrar la medida exacta en la que los eslóganes y consignas que corearon representan o no las posiciones de una mayoría social ni la influencia que puedan tener en la política institucional. Probablemente, se cometería el mismo error exagerando el significado de las manifestaciones que minimizándolo.

Con independencia del número de ciudadanos que salieron a la calle, lo cierto es que se va extendiendo el sentimiento, dentro y fuera de España, de que la política institucional no está dando respuesta a algunos de los principales problemas creados por la crisis económica, principalmente entre los jóvenes y los ciudadanos más desfavorecidos. Pero una cosa sería considerar que no lo hace porque el parlamentarismo y el Estado de derecho son incapaces de por sí, y otra diferente estimar que los partidos y sus líderes están realizando un uso incorrecto de ellos. Es una ambigüedad inquietante, ya que podría sugerir una enmienda política a la totalidad sin que se identifique claramente la alternativa, a no ser la evocación nostálgica de utopías que concluyeron en tragedia. El problema no radica tanto en colocarse dentro o fuera del sistema, como en tomar conciencia de que el desprecio del parlamentarismo y del Estado de derecho puede servir a las causas más justas y más nobles, pero también a las más abyectas y liberticidas.

El descrédito de la política institucional es una de las causas, tal vez la principal, que explica la aparición de iniciativas como la del domingo, cuyo valor quizá más incontestable radica en la denuncia. Sustituir el debate político por la publicidad, convalidar la corrupción cuando es propia y denunciarla cuando es ajena, hacer de la invocación al interés ciudadano una simple coartada para legitimar las ambiciones de una facción, convertir la lucha por el poder en un fin en sí mismo, ajeno a cualquier proyecto, son errores que van minando el sistema democrático. El viejo topo que invocaba la utopía marxista no viene de fuera del parlamentarismo y del Estado de derecho, sino que está siendo irresponsablemente engendrado en su interior.

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